Mencionar que Atwood es una escritora deslumbrante parece una obviedad, decir que su cosmovisión literaria gira en torno a ciertos pilares semióticos y narrativos, también. En Penélope y las doce criadas, la autora retoma el mito de Odiseo – Ulises también sirve – pero logra focalizarlo a través de la mirada de su esposa Penélope. Esta simple inversión en la focalización de la historia le aporta una sorpresa al relato que al lector intriga – algo semejante realiza Borges en el cuento La casa de Asterión -. Los mitos, usualmente son narrados desde la visión del varón y héroe. Atwood invierte esto y narra la historia a través de un personaje que seguramente sea el más inequívoco símbolo de espera y fidelidad – recordemos que Penelope espera 20 sinuosos años la vuelta de su compañero -.
En cuanto a la estructura del libro – es un libro que ronda las 180 páginas – Atwood utiliza pequeños capítulos narrados en la voz de nuestra heroína, pero también logra intercalar episodios vocales que nos traen las voces de las criadas. Estas criadas – para los familiarizados con la obra de Atwood la imagen no dista de lo que podemos encontrar en historias como El cuento de la criada – nos hacen llegar sus voces a través de coro; este recurso de la escritora logra cierta mimesis con las antiguas tragedias griegas y las intervenciones corales, cuya importancia son significativas, no solo para la historia, sino para denunciar ciertos aspectos que la trama no alude directamente. Es una exquisitez narrativa adentrarse en estos coros, porque no solo Atwood hace hablar a las criadas y su historia, sino que también las dota de un aspecto atemporal.
Para entender lo anterior es preciso hacer una aclaración; durante el transcurso del relato, Penélope narra sus crónicas desde los Prados de Asfódelos, una de las regiones del Hades en la mitología griega. Lo interesante de su locación es que a este lugar concurren las almas ordinarias. Este puente que se traza entra la voz narradora –que emula el relato oral – y el lector busca hacer de este un relato sin tiempo. La narradora por momentos incluye pequeñas señales que nos dejan entrever que tiene un conocimiento del presente, acercándose al lector y poniendo a ambos – lector y narradora – sobre una misma línea temporal. Sobre el presente. Lo mismo sucede con el coro, el cual, por momentos, se sitúa en escenarios actuales – por ejemplo la antesala de un juicio moderno – para dialogar directamente y enjuiciar directamente, no solo a los personajes antagónicos de la historia, sino también despertar al propio lector.
Otro atributo discursivo de la narrativa de Atwood y que también se hace presente en esta historia es la de los símbolos recurrentes. Para no hacer de esta opinión algo eterna, me gustaría hablar de dos de ellos que entiendo los más significativos:
La habitación: para los que leyeron El cuento de la criada no debería reparar sorpresas. Pero la utilización de la habitación como construcción y locación de los personajes femeninos es muy significativa. A veces creo que esta necesidad de manifestar este escenario interior dialoga firmemente con Una habitación propia de Woolf. Esta última resaltaba la necesidad o la importancia de contar con esta habitación propia, la primera ola del feminismo hacia un fuerte hincapié sobre los aspectos materiales que distinguían a hombres y mujeres y ponían a estas en una desleal desventaja, sobre todo a la hora de escribir. Sin embargo Atwood, dota a sus personajes de una habitación, a veces propia, otras podría ser discutible, sin embargo, en este ambiente interno, es donde la mujer se desarrolla, alejado del escenario público, escenario que pertenece a los hombres. Esta crítica adentro/afuera, reservado/publico, dota de un escenario reducido y claustrofóbico, que logra hacernos cuestionar sobre la situación de la mujer y la imposición a ser reducido su accionar.
La comunicación oral, el susurro: qué le queda a una mujer cuando la escritura le es negada?, como una mujer logra desafiar ese poder hegemónico que la condiciona y restringe? Atwood recurrentemente hace uso del susurro, a las escuchas discretas, a generar líneas clandestinas de comunicación que permitan estar alertas. En Penélope y las criadas, esta situación se encuentra muy presente. Las protagonistas logran evadir la opresión de la realidad – al menos en términos de conocimiento de situaciones reales – a través de la complicidad y hermandad que genera un código de comunicación que coquetea con lo secreto, con lo oculto. Entiendo importante destacar como el rol de la oralidad toma una importancia significativa, ya no es la letra – reservada para los hombres – la que logra desafiar al poder, sino esos encuentros y susurros por lo bajo, esas miradas cómplices que comparten un mismo código.
Entiendo ineludible resaltar que Atwood siempre se encuentra en búsqueda de una literatura comprometida. Ese compromiso puede interpretarse desde distintos alcances, algunos podríamos acotarlos a la reivindicación de la mujer y su subyugación durante la historia, otros podríamos ampliar este mensaje como una advertencia, una alarma irritante y constante, sobre los padecimientos de aquellos que son permanentemente disminuidos por el poder hegemónico. Lo que sospecho imposible, es evadir una literatura, una escritora, que en cada plumazo, en cada letra, busca sacar del letargo, de la larga siesta de la resignación y de la conformidad… y lo logra, con creces.

Nacida en 1939 en Ottawa (Canadá) y licenciada en la Universidad de Toronto, Margaret Atwood es una de las escritoras más prestigiosas del panorama internacional.
Autora prolífica y traducida a más de cuarenta idiomas, cuenta con muchos volúmenes de poesía, numerosas colecciones de cuentos, la colección de ensayos titulada La maldición de Eva, los volúmenes de cuentos Érase una vez y Un día es un día y dieciocho novelas -entre las que cabe destacar Nada se acaba (1979), que Lumen publicó en 2015, El cuento de la criada (1983), convertida en una serie de televisión de mucho éxito, La novia ladrona (1994), Alias Grace (1996), El asesino ciego, que en 2000 ganó el prestigioso Premio Booker, La semilla de la bruja (2018) y Los testamentos (2019). Ha recibido, entre otros, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, el Governor General’s Award, la Orden de las Artes y las Letras, el Premio Montale, el Premio Nelly Sachs, el Premio Giller, el National Arts Club Literary Award, el Premio Internacional Franz Kafka y el Premio de la Paz del Gremio de los Libreros Alemanes.