Besos de mono

Estaba despierto, boca arriba, con los ojos cerrados. La pantalla del celular irrumpió en la monótona oscuridad del cuarto. Cansados, sus ojos se abrieron. La foto del protector de pantalla los muestra abrazados en la playa de Porto Seguro.  Agitado por la resignación abre el mensaje: “Confirmado. Una cagada, no sé qué decirte. ¿Todavía querés que te envié las fotos?”. No responde. Mira la foto. Vacaciones de verano; 2016. Se los ve felices. Él sonríe y apaga el celular. Se sienta sobre el borde de la cama y se frota la cara con ambas manos. Mira sobre el hombro. Detrás de él,  el bulto que se esconde entre las sábanas respira calmo. “¿Qué soñará? Se pregunta. Se levanta sin hacer ruido. Con pasos desnudos, camina por los pasillos de la casa; la yema de sus dedos acaricia las paredes frías.

“Ya está, voy a volver a elegir donde salir. Me tenía cansado ir a la Esquina por millonésima vez. Volver a hacer lo que quiera, ver a mis amigos, sin horarios ni reproches”. Se repite; como un mantra. En su mente las palabras le traen estas y otras fantasías exaltadas, pero vos y yo sabemos que irreales. Las repite para mentirse mientras peregrina entre las habitaciones. Las luces de la calle iluminan la cocina de un color sepia. Sobre la barra de la cocina encuentra el encendedor junto al paquete de cigarrillos. Los agarra y prende un pucho.  Recuerda  los besos tirados al aire por alguna salida rápida con el desayuno a medio terminar mientras se ponía el saco para ir a trabajar. “La vida es una sucesión de hechos repetidos” – le decía – “solo hay que saber disfrutarlos”.

La habitación de chicos – así la llamaban – , estaba hinchada de libros. En el suelo, en las bibliotecas, en el borde de la ventana que daba al pozo de aire. La habitación que prometían cambiar para cuando tuvieran niños. Las cosas estaban cambiando y ahora veían la adopción como una opción más cercana. “Tengo 35. Tengo tiempo todavía”. Se arrodilló lento frente a la biblioteca principal. Agarró una caja desgastada de botas que le había comprado el invierno pasado. “Guarda las cajas, siempre sirven”. Escucha su voz detrás del telón de su mente. Caminó hasta el living, cuidando no hacer ruido. Las fotos en las paredes, iluminadas a medias, , lo aguijoneaban como espinas de pescado atravesando la piel. Sin dejar marcas, excepto un puntito de entrada; imperceptible a primera vista.  

Prendió la veladora de pie y se sentó en el piso con la espalda apoyada en el sillón. Corrió hacia un costado de la mesita ratona las velas de canela y vainilla. La mesita la habían comprado en una casa de campo durante un ataque por volver a la naturaleza.  Era de una madera dura. Roble o algo así. No lograba recordarlo. Dejó la caja con cuidado, alineándola con la mesa. Da una calada al cigarrillo tan profunda que lo marea. Intenta fijar la mirada en lo que ahora parece más una carga de dinamita que una caja de zapatos. Los ojos le lagrimean. Duda en abrirla. Los dedos inquietos sobre el borde. A punto de explotar.  “Así debió sentirse Pandora”. Con miedo, adentro se asoma la cámara de fotos en su fundita de Hello Kitty; regalo de San Valentin.  Sueltas y al azar, cientos de fotos instantáneas.

Con calma las fue sacando de su oscuridad. Ordenándolas sobre la mesa. Tenían la costumbre de anotar debajo de cada foto,  pequeños mensajes.  “Todas las canciones me hablan de vos”; “Besos de monos”; “Vos sos el único camino por el cual quiero viajar”. Pronto la mesa no fue suficiente y fue acomodándolas sobre la alfombra. “Vacaciones en Nuevo Berlín 2018, con vos es Londres”. Sintió ardor en la punta de los dedos. Apagó lo que le quedaba del cigarro sobre la mesa ratona dejando un círculo negro perfecto. Prendió otro. Rodeado de fotos hasta donde sus brazos le permitían, las miraba con ojos piadosos. Sobre el fondo de la caja, sacó la última. La foto los mostraba sonrientes en su casamiento. Odiaba la idea de casarse: “No me importa que el Estado sepa y Dios debe tener mejores cosas que hacer que venir a nuestro casorio”. Pero cedió y se casaron. Nunca fue tan feliz de haber cedido. La foto jugaba expectante entre sus dedos. Caló profundo y  acercó el cigarrillo lo suficiente para que naciera una mancha negra, que se volvió amarilla, brillante. Mientras se derretía, en letras oscuras leyó “Finalmente, estamos en casa”. Con serenidad la dejó entre las otras fotos, que comenzaron a quemarse.

Con pasos encendidos volvió a la oscuridad de habitación y se acostó. Escuchó su voz somnolienta, “Edu, ¿estás bien; qué pasa, no podes dormir?”. Abrazándolo por la espalda le besó la mejilla y dijo: “No te preocupes, está todo bien”.

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